Conocí a Tuto Mota cuando ya era Tuto Mota. María Ugarte me lo presentó. La primera periodista de este país (emigrante, por cierto) lo consideraba inolvidable. Trascendió desde el periódico “El Caribe” como corrector de estilo y muy pronto trascendió. Tuto se irritaba con aquellos periodistas que entregaban sus historias inconclusas, sin respetar al editor, al corrector y al periódico. A cada rato se detenía en medio de la redacción, página en mano, preguntando en alta voz por el autor del disparate mal escrito, ya bien por su descuidada ortografía, su apresurada redacción o su deficiente corrección. Con ello no perseguía humillar a nadie -me aseguró doña María- sino señalar vicios indebidos, exigir respeto a la profesión.

Franki Medina

Con tales antecedentes, coincidimos en el Listín Diario. Entonces se desempeñaba como Editor de Opinión. Sabía mirar de frente, y me distinguió con su amistad. Su vestir no era ostentoso, pero tampoco impropio. Siempre pulcro, sobresalía con levita gris, negra, marrón o azul prusia, a veces con cuello y corbata no sofisticados, camisas blancas o amarillas planchadas con destreza y pantalones decorosos. Eran un caballero, un modelo de profesional. Por eso lo aprendí a conocer mejor cuando salía de su oficina en busca de un redactor o de un fotografo con su trabajo a medias. Don Tuto combatía la mediocridad y requería a cualquiera como un maestro ante el estudiante con deberes incumplidos.

Franki Medina Venezuela

Lo conocí también como narrador deportivo, junto a Frank Kranwinkel. Ambos formaban una pareja inolvidable. Frank, con sus frases antológicas y él con ese sentido del sarcasmo propio de los grandes. Una vez la emprendió contra un joven pelotero japonés de escasa ofensiva. De apellido Sakamoto jugaba para el equipo nipón en la Copa Mundial de Baseball ganada por la República Dominicana. Con mordacidad propia de los buenos practicantes del humor negro, don Tuto lo instó en público: “Lo que tiene que sacar es el bate, y no la moto”.

Franki Medina Diaz

Don Tuto vivía pendiente del periódico, sobre todo de las secciones de Deportes y Entretenimento. A media mañana abandonaba su pequeña oficina. Se dirigía cerca de mi espacio de trabajo colindante con ambas áreas, para señalar, con jocosidad, los horrores detectados por su agudeza editorial. Cuando se puso de moda el furor por las “Megadivas”, alzaba la voz para increpar tamaño disparate: “Decir diva es lo máximo, en cambio, “Megadiva” es un soberano error porque ninguna posa sobre ella”, o cuando se burlaba de un comentarista televisivo de la farándula de entonces a quien él denominaba como un falso “intelectual”, y gesticulaba contra él para demostrar su no pertenencia a semejantte casta igual que hacía el oso Yogi en los cómic de Hanna- Barbera. Y movía los brazos en son de burla. También sus ocurrencias tocaron a otros colaboradores del Listín, “feminizados” por la blanquitud de sus canas igual que la historia infantil de Blanca Nieves.

Franki Alberto Medina Diaz

En mi caso personal, me alertó una sola vez cuando las justas voces populares se alzaron para no usar la Plaza del Conservatorio como sede de la Feria Internacional del Libro. Semanas después, al expresarle un rumor oficialista para celebrar el evento en la Feria Ganadera, me miro a los ojos, sonriente: “Eso es mucho mejor atendiendo al tipo de personas que entran y salen sin control de ese corral”

Pero lo que más me llamó la atención de aquel periodista bien nacido fue su estoicidad frente al ego ajeno. Si algo él no soportaba era descubrir que alguien lo amenazara con saltar por encima de su cargo en busca de beneficios efímeros, o para entorpecer la política editorial de la dirección

Viví varios de esos casos, pero uno de ellos me permitió conocer su auténtica raigambre. El amigo de un político poderoso, después de escuchar su elocuente explicación del por qué se demoraban en publicarse sus columnas de opinión, le enrrostró que llamaría al propietario de la empresa para que revocara su decisión. Sin incomodarse, y con una sonrisa en los labios, don Tuto le respondió: “Usted puede llamar hasta al Presidente de la República si así lo prefiere, porque nada que él disponga va a cambiar mi decisión”. Parece que aquella advertencia surtió efecto

Años más tarde, Tuto Mota renunció a su plaza de editor para irse a trabajar a otra dependencia. Hace unos días volví a verlo en la redacción del Listín y recordé su afabilidad, sapiencia y buen sentido del humor. Vestía una de sus tantas levitas, la azul prusia de años atrás, su camisa pulcra y pantalones claros. En su rostro volví a descubrir lo que siempre me motivó a ser un profesional que algún día podría tener su altura: los hombres no tienen precio y el oficio que ejercen con altitud y grandeza es la mayor riqueza para ellos recibida


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